Una de las primeras tareas que
encaró el nuevo gobierno fue la suba de precios de los servicios públicos
domiciliarios: luz, agua y gas.
Los reflectores de la opinión
pública apuntaron obviamente hacia el lugar que afecta la mayor sensibilidad en
la mayoría de los ciudadanos. Así es que las boletas domiciliarias acapararon
la atención y opacaron todas las demás aristas de un tema que es de una
complejidad muy grande, y además, reviste una vitalidad esencial en todo lo que
es el entramado productivo, económico y social: los precios de la energía.
Lógicamente, la actitud del
gobierno se apoyó en un consenso muy amplio: la luz y el gas están demasiado
baratos. Así opinábamos todos en la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano.
Incluso nos creímos que la modificación de esta incongruencia (los bajos
precios domiciliarios de estos servicios) iba a cumplir con un objetivo de
“federalismo”. Vaya a saberse por qué superstición o fantasía, el “interior”
(así llamamos los porteños a quienes viven en las demás provincias argentinas)
se iba a ver beneficiado. ¿Tal vez por la “revancha histórica” de que los
porteños sufrieran fuertes aumentos? Es muy difícil de saber realmente cómo
pudo tanta gente creer que lo que venía iba a ser bueno, pero así fue.
Hasta que llegaron las primeras
facturas nadie discutía demasiado esta cuestión. Fatalmente, la luz y el gas
iban a aumentar. Después los hechos volvieron a demostrar que el presente tiene
una fuerza de impacto que mientras es futuro aparece mitigada. Los usuarios
domiciliarios de ningún lugar del país toleraron los nuevos valores. La
seguidilla de conflictos inconclusa es de público dominio.
Pero por debajo de todo este
embrollo es quizás pertinente encarar un análisis más profundo de todo lo que
se pone en juego cuando se habla de gas y luz.
Las tarifas domiciliarias son
apenas un eslabón menor en todo el encadenamiento de provisión energética que
soporta un entramado productivo activo. Incluso, el proceso de formación de
precios desde la obtención del producto primario, el transporte hacia los
lugares en que se consume, y sus transformaciones y distribución para los
distintos tipos de uso pone en juego demasiados ítems muy sensibles para una
sociedad: perfil productivo, nivel de empleo, poder adquisitivo de los
ingresos, amplitud comercial.
Cada eslabón tiene un proceso de
formación de precios particular, y que es de afectación decisiva para el
eslabón siguiente. De manera que permitir el libre funcionamiento de la
competencia, por ejemplo, en el mercado de generación eléctrica tal vez es
óptimo… para el funcionamiento del mercado de generación eléctrica, analizado
fuera de su contexto. Pero cuando se pone ese eslabón en interrelación con el
siguiente (el transporte), con los posteriores (la distribución), o incluso con
el uso de energía eléctrica como insumo productivo en otras ramas de actividad,
nos podemos encontrar que el resultado de la acción competitiva en el tramo de
generación puede operar condiciones restrictivas o prohibitivas en otros
eslabones.
Para ello, la aplicación de la
facultad de intervención en la fijación de precios por parte del Estado, suele
convertirse en una salida que evita el desequilibrio de perjuicios y beneficios
que se concluye de la acción libre de fuerzas mercantiles, ya que incluso en algunos
tramos la propia estructura del negocio no la admite.
Hay un caso de manual: la
distribución domiciliaria. Sería realmente anti-económico, incluso desde el
mismo sentido común, pensar en la posibilidad de que la distribución de
servicios como la energía eléctrica o el gas de red se hiciera bajo las normas
de la competencia perfecta. La inversión en crear la red de infraestructura es
elevadísima, y no tiene ningún sentido multiplicarla (imaginar que a cada
domicilio lleguen tres o cuatro caños de gas, cada uno de una prestadora
distinta para que el usuario elija a cual contratar, nos exime de mayores
explicaciones). Con una red (de cableado o de caños) alcanza, según el caso. Es
así que la provisión de estos recursos, en el último tramo, se hace bajo la forma
del “monopolio perfecto”. Un contexto de negocios muy particular, en el cual no
funciona la interacción de oferta y demanda (cosa reconocida por los propios
elaboradores de la teoría de la oferta y la demanda). Es así que, para regular
márgenes de rentabilidad, el Estado en
este caso es quien pone el valor adecuado. Independientemente de las
particularidades de cada situación, es aún así en la misma teoría.
Ya dijimos, unos párrafos antes,
que la determinación de los precios en un tramo de la cadena influye decisivamente
en lo que pase en el otro, y muchas veces estos acontecimientos no se
compatibilizan de manera armónica, sino que pueden surgir desequilibrios
insalvables o desequilibradamente perniciosos. Para evitarlo, o mejor dicho,
para administrar pérdidas y usufructo de excedentes, la regulación en materia
de precios es casi una obligación.
Si a esto se suma la relevancia
absoluta que lo que ocurre en estas cadenas (las de la energía eléctrica y el
gas) tiene sobre el resto de los desempeños económicos, las productividades de
distintos sectores, la competitividad, y por ende el nivel de empleo, casi que
no queda margen para alegar en contra de la intervención directa en todo el
proceso formador de precios, o al menos que se reserve algunas palancas regulatorias
para encauzar desequilibrios no queridos.
En Argentina, hoy por hoy, existe
un marco regulatorio legal atento a estas características. Es lo que se conoce
como Ley de Emergencia económica, la 25.561, a través de la cual el Estado se
ve convidado a la renegociación de contratos (o sea, al establecimiento de
precios) en función de: “1) el impacto de las tarifas en la competitividad de
la economía y la distribución de los ingresos 2) la calidad de los servicios y
los planes de inversión, cuando ellos estuviesen previstos contractualmente, 3)
el interés de los usuarios y la accesibilidad de los servicios, 4) la seguridad
de los sistemas comprendidos, 5) la rentabilidad de las empresas”.
La vigilancia en el cumplimiento
de estas prerrogativas, hace un muy duro maridaje entre la regulación de
precios en determinado tramo de la cadena y la absoluta libertad para la
operación entre privados en otros tramos, aún cuando esto último pueda ser
posible de todos modos.
Pero el tema es que, atento a
todo esto dicho, la invitación al uso de instrumentos como los (tan
vilipendiados últimamente) subsidios cruzados para equilibrar costos y
usufructo de excedentes es casi obvia.
No hay una trama tan compleja de
distribución de cargas y obtención de beneficios en la provisión de servicios
básicos para el funcionamiento de todo un aparato productivo que pueda
desligarse de la puesta en marcha de un esquema de distribución compleja de
subsidios, al menos como recurso a emplear.
La renuncia absoluta al uso de
esas herramientas, en términos teóricos, implicaría el dejar de velar por
algunos de los objetivos propuestos en la legislación, principalmente los que
atañen a la competitividad equilibrada entre sectores y a la distribución del
ingreso.
Con esto queremos decir que el
consenso respecto a que la inconsistencia de la estructura de precios de la luz
o el gas en los distintos eslabones de la cadena de producción, transporte y
distribución necesite algún nuevo acuerdo (un ajuste, un aumento de tarifas,
digámoslo claramente) no tiene que derivar en una ridícula obstinación a
rechazar los esquemas de subsidio.
Porque el Estado no puede
declinar su obligación de regular precios en el tramo del monopolio perfecto.
Si no contempla entonces compensaciones con subsidios para no trasladar subas
abruptas de costos al consumidor final (no tanto el domiciliario, sino el que
usa la energía como insumo productivo) difícilmente pueda complementar algunos
de sus objetivos: la seguridad de los sistemas, la competitividad y la
distribución del ingreso.
Los subsidios no son obligatorios, pero tampoco
deben estar prohibidos. Son una herramienta que puede usarse, por ejemplo, para
que la salvaguarda de la rentabilidad de las empresas del sector energético no
deje sin empleo a los trabajadores metalúrgicos de pequeñas y medianas empresas
que no pueden pagar las facturas de luz. Esos desequilibrios, que tienen base
en los diferenciales de competitividad de distintas actividades, son
insalvables sin subsidios.
2 comentarios:
LOS FACTORES EN LA PRODUCCION, COMPRA DE ENERGIA, TRANSFORMACION DE LA MISMA, PERDIDA EN CUANTO SE HACEN VARIOS PASAJES DE UNA FORMA DE ENERGIA A OTRA POR EJEMPLO DE GAS A ELECTRICA, PERO EL ASUNTO DEL TRANSPORTE EN GASODUCTO O A TRAVES DE CABLES DE MEGA TENSION, QUE TIPO DE ENERGIA NESECITAMOS, EN QUE MOMENTO Y DONDE SE PRODUCE O SE INGRESA Y DONDE SE CONSUME, NO ES LO MISMO QUE SE INGRECE EL GAS POR BOLIVIA QUE POR CHILE , TIENE SENTIDO INGRESARLO POR CHILLE SI SE PUEDE TRAER POR BARCO DIRECTO A BUENOS AIRES U OTRO CENTRO DE CONSUMO, DESDE VENEZUELA , ARABIA O EL SURESTE ASIATICO.
EN DEFINITIVA HAY MUCHAS TEMATICAS LO QUE LLEVA A UN ANALISIS PROFUNDO Y A LA APLICACION DE SOLUCIONES DE COMPROMISO.
EL PROBLEMA ES LAS SOLUCIONES PARA QUIEN EL PUBLO , LA INDUSTRIA,
O PARA LAS EMPRESAS DEL SECTOR ENERGETICO QUE SE MANDAN TERCIALIZACIONES AUTOPASES Y NEGOCIADOS.
El actual gobierno parece considerar que ordenando la rentabilidad de las empresas del sector el resto de las cosas se acomodan solas.
Y lo que no se acomoda... y bueno, es porque no sirve.
Saludos
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