Por estos días, se cumple un año
de puesta en funcionamiento del plan económico más previsiblemente recesivo de
la historia.
Un año en el que, a pesar de
haber seguido lineamientos muy bien fundamentados desde lo teórico, la realidad
se presentó esquiva, incluso para alcanzar los objetivos más básicos,
independientemente de la valoración de los mismos que hagamos.
La primera decisión importante
fue la (“exitosa”) salida del cepo cambiario. Es decir, la eliminación más o
menos brusca de los instrumentos de control de cambios, para unificar el valor
del dólar. Esto incluyó, no solamente el permiso amplio para la adquisición
minorista de divisas, sino la liberación para las remesas al exterior por parte
de empresas, la eliminación de retenciones (que operaban como instrumento para
la generación de un tipo de cambio diferencial para distintos sectores
productivos) y, subsidiariamente, la agilización de los trámites de
importación.
Las consecuencias del “éxito”
fueron varias:
-la primera en orden de
importancia es la tremenda corrección de precios internos. No se cumplió en
absoluto el pronóstico de que no iba a haber grandes cambios en los precios de
los transables debido a que los mismos ya se habían acomodado al valor del
dólar blue. Algunos alimentos pegaron saltos del 80% en sus precios, e incluso
del 100% (el pan), gracias a la confluencia de la devaluación del tipo de
cambio oficial (que es el que rige las operaciones de mercado externo) más la
eliminación de retenciones (que ofrece un mecanismo de control adicional sobre
esos mismos precios).
-la cotización del dólar oficial,
decíamos, confluyó a los valores que ya mostraba alguna de las cotizaciones
financieras alternativas durante la etapa de control cambiario. El dólar
“libre”, entonces, pasó a cotizar al valor que el mercado había establecido
para la fuga financiera de divisas, que es el del “contado con liquidación”.
-el hecho anterior fue apuntalado
por la decisión del Banco central de establecer “metas de inflación” a partir
del manejo de los agregados monetarios mediante el uso de las tasas de interés.
Las mismas iniciaron el período en un exorbitante 38% (tasas que, a priori,
eran consideradas positivas, o sea que iban a superar largamente la inflación
anual prevista por el gobierno en 25%).
-en ese contexto, el gobierno
decidió (tal vez cansado de esperar la llegada de inversión externa genuina)
utilizar un margen extraordinario que le había dejado la administración
anterior como parte de la “pesada herencia”. El nivel de endeudamiento externo
era bajísimo, por lo cual se procedió a aumentarlo raudamente para que el Central
contara con el stock de divisas necesario para mantener fijo el valor del dólar,
post-devaluación. El puntapié inicial de esta política de endeudamiento externo
feroz fue el acuerdo con los hold-outs en el juzgado de Griesa. Pago completo
cash. Señal inconfundible de cesión absoluta. Pasamos a ser mendigos de dólares
financieros internacionales.
-Este esquema, además, con la
combinación de tipo de cambio fijo y altas tasas de interés, es ideal para la
especulación financiera. Un extranjero trae dólares, los cambia por pesos, los
pone a plazo fijo a tres meses, cuando vence el plazo fijo los vuelve a cambiar
por dólares y se los lleva. Ganancia neta: casi 10% en dólares en 3 meses. Un motivo
más para la aceleración de la fuga de divisas a posteriori.
Primer corolario de los cambios
operados: valorización financiera. Cuya contracara es: desvalorización
productiva, debido a las altísimas tasas de interés.
El sector productivo sufrió golpes
adicionales importantes (eso no iba a ser todo): el primero, la competencia
externa que, a medida que se liberan las importaciones y suben los precios
internos, se hace más amenazante.
Pero el ajuste más importante se
dio por la suba de costos de la energía (400% promedio) y la caída estrepitosa
del consumo debida a una actualización mediocre de los salarios y
transferencias (31%) en relación a una movilidad de precios que no baja del 44%
interanual (la previsión de 25% resultó ser… falsa, lo cual contrasta
fuertemente con el discurso del gobierno, que se ufana de decir “la verdad”) y
que en el caso de algunos alimentos, como ya dijimos, llega hasta el 100%.
La tenaza múltiple sobre el
sector productivo fue implacable: por un lado, la corrección de precios
relativos (entre ellos el del dólar) al nivel de competitividad conveniente
para actividades tradicionales y financieras; además, la caída calamitosa del
mercado interno por desplome de la capacidad de consumo del 80% de la
población; el fortalecimiento de la competencia extranjera por relajamiento de
los controles y costos internos más altos (salvo el salario, que les significó
a los empleadores la vía de recomposición de sus márgenes de utilidad, aunque
se les vino como un bumerang cuando se verificó la ya mencionada caída del
consumo); y por último, la caída en la demanda internacional, que no se
recupera.
Resultado: menos consumo, menos
producción, menos empleo. El círculo vicioso recesivo.
Contrariamente a lo que se dice,
hay motivos para pensar que esta recesión fue buscada: porque el objetivo era
frenar la inflación, mientras se recomponían los márgenes de retorno de la
inversión.
A propósito, el retorno de la
inversión fue puesto como el elemento ordenador central de toda la vida
socio-económica argentina. Todo lo demás (empleo, consumo, salario, etc.)
quedaba supeditado a que el retorno de la inversión en niveles suculentos se
viera garantizado. Inversión que, además, como ya vimos, priorizaba beneficios
en su versión financiera.
Valorización financiera y tasa de
retorno de la inversión garantizada como paliativos de la inflación (que lejos
de ser combatida como el “monstruo que crea pobres”, es combatida justamente
por la imprevisibilidad que brinda al contexto, lo cual contraería la capacidad
inversora, justamente porque un esquema inflacionario incentiva a la necesidad
de recomponer salarios progresivamente, avanzando contra los márgenes de
rentabilidad, en series de flujos y reflujos, que son llamadas a veces “puja
distributiva”).
El problema no es sólo que el
esquema mismo (como cualquier otro) provoca pérdidas y ganancias a distintas
facciones del capital, así como a distintas franjas de las clases subalternas.
Sino que, además, no funcionó.
Nos comimos una recesión
profunda, que, prolongada, no le sirve de mucho a nadie, para finalmente encontrarnos,
un año después, con una inflación de lo más lozana. El doble que el (inflacionario)
año pasado. Con un índice de precios que desde el 2002 no cerraba a un valor
anual tan alto. Obviamente, las previsiones se enfocan en que el índice de
inflación irá disminuyendo. Pero el ritmo de desaceleración es muchísimo más
lento que el esperado.
Muchas veces escuchamos, mientras
gobernaban otros, a actuales funcionarios decir que una (hipotética, a futuro)
estanflación, o sea, inflación con recesión, era el peor de los escenarios
posibles. Bueno, ya en el gobierno, es el fruto que primero cosecharon. O mejor
dicho, que nos hicieron cosechar a los demás. Porque los patrones no trabajan.
Una situación demasiado compleja
y con consecuencias devastadoras para mucha gente, que no permitiría, si no
fuera a base de cinismo, sostener como mérito de gobierno “haber evitado una
crisis”. Porque, de hecho, no la evitaron. Se metieron en el medio.
A la vista de los resultados, y
más por pronósticos electorales que por sensibilidad social o por convicción
ideológica, el gobierno se apresta ahora a desandar levemente ese camino.
La disciplina fiscal que en algún
momento se pregonó, terminó siendo abandonada. Un poco a la fuerza, porque la
obvia caída de la actividad invariablemente iba a reducir (como fue anticipado)
los ingresos fiscales, de manera que la reducción del déficit iba a requerir
recortes inviables que, si de todas formas se hacían, terminarían provocando
más caída en la actividad y por ende menos recaudación. Al menos ese círculo
vicioso se evitó. E incluso se lo corrigió, prometiendo fortalecer, para las
fiestas de fin de año algunas políticas (heredadas) de asistencia a las
economías populares y de transferencias a los sectores más bajos de la
población, en una de las pocas medidas virtuosas que se podrían destacar de la
actual administración.
Pero, obviamente, la excusa del
déficit fiscal como motivo para necesitar tomar deuda externa, cuando en
realidad se hace (tomar deuda) para financiar la rentabilidad de la inversión
financiera, trajo otro dilema. El de la sobreapreciación cambiaria de corto
plazo por el ingreso de los dólares tomados prestados, y el del colapso de
largo plazo por una previsible crisis de deuda cuando hubiese que devolver lo
comprometido.
Así fue como le hicieron entender
al Banco Central que la política de tipo de cambio fijo y altas tasas de
interés se volvía demasiado peligrosa en este contexto, además de que no
permitiría salir del estancamiento de la actividad económica.
Entonces, el Banco Central se
alineó y comenzó a bajar las tasas de interés, perforando el piso del 25%. ¿Y
por qué es importante ese número? 25% es el número estimado que secretamente
manejan los bancos para la inflación de 2017. Que la tasa ofrecida por el
Central sea menor, incentiva a los tenedores de pesos a buscar alternativas al
plazo fijo. Y a falta de niveles robustos de actividad puede pensarse que el
dólar es una buena variante, sobre todo por la apreciación cambiaria a la que
ya nos sometimos y por la promesa de abandono por parte de la autoridad
monetaria de sus políticas “responsables”.
Pero, a pesar de que dan muestras
de que van a emitir para financiar al fisco, van a permitir el deslizamiento
del tipo de cambio al alza, y probablemente convaliden una inflación mayor a la
proyectada, por otro lado ofrecen señales contradictorias.
Por un lado, continúan los
despidos en el estado de acuerdo al programa trazado por el Ministerio de
Modernización; por otro, a través de
María Eugenia Vidal y algunos gremios estatales lubricaron el primer acuerdo en
paritarias para 2017 con la intención de disciplinar al resto en torno al 18%
anual (un número bajísimo y que, de generalizarse, tendrá efectos recesivos).
Mientras tanto, se vuelven a mostrar demasiado prudentes con la obra pública,
debido a las restricciones presupuestarias, y en algunos casos la paralizan (en
generación energética este hecho es notable).
Lo mejor que podría pasar es que
no haya un traslado a precios brusco de la devaluación, que pisen nuevamente
algunos precios con controles (energía, naftas, alimentos, aunque la opción de
volver a instalar un esquema de retenciones no figura en el menú) para que la
actividad se recupere, y que permitan acuerdos en paritarias con ajustes
salariales del 35% como piso, para que así volvamos a la situación de diciembre
de 2015. O sea, empecemos de nuevo después de las elecciones.
La desorientación del gobierno en
estos asuntos, sin embargo, los está colocando en situación de aplicar un plan
económico híbrido, con atisbos de incoherencia.
Deberían, en síntesis, hacer un
poco de kirchnerismo, tarea para la cual (también es cierto) Kicillof sería más
eficiente que Prat-Gay.