En 1983, Alfonsín asumía con el compromiso de (además de reestablecer el orden constitucional y fortalecer las instituciones democráticas) erradicar los vicios corruptos que los militares nos habían legado a través de miles de negociados con fines de fuga (la estatización de deuda de grandes empresarios, por ejemplo, como Macri y otros).
En el 89 Menem prometería terminar con la corrupción que se había enquistado en las empresas estatales durante el alfonsinismo. Aunque finalmente apenas las privatizó.
10 años, después, en el 99, De La Rúa nos proponía la austeridad, para darle fin a la fiesta de la corrupción menemista.
En 2003, Kirchner nos compartía el sueño de, entre muchas otras cosas, desinfectar todos los ámbitos de la vida pública nacional: "donde tocás, brota pus".
En 2015, Macri nos propuso terminar con el festival de corrupción y la impunidad de los que se afanaron un PBI.
Quienes lo sucedan, obligatoriamente, asumirán la tarea de revertir el saqueo masivo que habrá llevado a cabo el gobierno empresarial.
A dos años de la última promesa anti-corrupción recibida, podemos anunciar que el gobierno fracasó.
No los culpo: estaban básicamente condenados a fracasar en esta fútil tarea del honestismo cíclico.
Pero, además, era ilógico creer que empresarios garcas, que se hicieron millonarios siguiendo un patrón de conducta bastante regular, iban a cambiar la forma de proceder cuando asumieran en el estado.
Hicieron (y siguen haciendo) lo que se podía esperar de ellos: cada decisión que toman es para facilitar un negocio millonario a algún familiar, amigo o incluso una empresa propia.
Sin embargo el colmo, lo que decreta el final de la travesía imaginaria del eterno retorno honestista, es el caso de este señor Díaz Gilligan, que ante la aparición de una cuenta con un millón de euros, en Andorra, sin declarar, no tuvo mejor forma de defenderse que decir que en realidad él es testaferro de un señor que comete delitos económicos y que por eso no podía abrir una cuenta.
Y esto pasa así porque toda su idea del mundo, todo su imaginario está construido sobre la ética del garca, que ni siquiera conoce del todo las leyes, porque le chupan un huevo. Herencia genética, de ser parte de una clase privilegiada, que mandó a escribir el Código penal para que lo respeten las clases subalternas solamente.
Que se sienten excluidos de facto del moralismo que promulgan hacia los demás. Psicópatas sociales, herederos de la bipolaridad socioeconómica, son absolutamente inconscientes de que lo que hacen no es coherente con lo que promueven.