El temor a la apreciación cambiaria se difunde entre los "países emergentes", al ritmo del incremento de las inversiones financieras. Es el temor a volverse demasiado caros. A no poder colocar sus productos de exportación con facilidad. A no poder competir (en precio) con los productos importados.
Los responsables de política económica de esos países lanzan advertencias, por ahora más duras que sus decisiones reales. Pero el alerta se expande.
El dólar, por cuestiones de confianza, sigue siendo la moneda de reserva mundial. Desestimando los pronósticos, los particulares de todo el mundo conjugan el temor a las "corridas" refugiándose en el dólar. El dueño de la máquina de imprimir la moneda fiduciaria más exitosa de la historia aprovecha la situación, y carga en la cuenta de los crédulos el precio de "ajustar" sus desequilibrios. Grandes cantidades de dólares incentivan el no muy vivaz consumo estadounidense. Con muecas de fastidio, los países emergentes las reciben y atesoran en sus bancos centrales, más de lo que quisieran.
El diagnóstico es más o menos unánime. Con distintas palabras todos expresan lo mismo: el mundo actúa "como si" el dólar fuera más fuerte de lo que es. O, mejor dicho, como si su sustento real (del dólar) fuera más robusto de lo que es. Y nadie se anima a pagar los costos de reemplazarlo como moneda de reserva mundial.
Tímidamente algunos economistas expresan una "solución": que China (como abanderado de los "emergentes") abandone su pose de economía enfocada a la exportación, y se vuelque al mercado interno.
Sin eufemismos, podría traducirse así: asúmanse como economía desarrollada, dejen de sostenerle la competitividad artificial a su industria de boludeces de plástico, permitan que sus salarios mejoren en dólares, apréciense, produzcan menos y consuman más. La contraparte del nuevo equilibrio sería una economía estadounidense menos apalancada, más "emergente".