miércoles, 28 de septiembre de 2016

La mano inevitable del Estado en materia tarifaria

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Una de las primeras tareas que encaró el nuevo gobierno fue la suba de precios de los servicios públicos domiciliarios: luz, agua y gas.

Los reflectores de la opinión pública apuntaron obviamente hacia el lugar que afecta la mayor sensibilidad en la mayoría de los ciudadanos. Así es que las boletas domiciliarias acapararon la atención y opacaron todas las demás aristas de un tema que es de una complejidad muy grande, y además, reviste una vitalidad esencial en todo lo que es el entramado productivo, económico y social: los precios de la energía.

Lógicamente, la actitud del gobierno se apoyó en un consenso muy amplio: la luz y el gas están demasiado baratos. Así opinábamos todos en la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano. Incluso nos creímos que la modificación de esta incongruencia (los bajos precios domiciliarios de estos servicios) iba a cumplir con un objetivo de “federalismo”. Vaya a saberse por qué superstición o fantasía, el “interior” (así llamamos los porteños a quienes viven en las demás provincias argentinas) se iba a ver beneficiado. ¿Tal vez por la “revancha histórica” de que los porteños sufrieran fuertes aumentos? Es muy difícil de saber realmente cómo pudo tanta gente creer que lo que venía iba a ser bueno, pero así fue.

Hasta que llegaron las primeras facturas nadie discutía demasiado esta cuestión. Fatalmente, la luz y el gas iban a aumentar. Después los hechos volvieron a demostrar que el presente tiene una fuerza de impacto que mientras es futuro aparece mitigada. Los usuarios domiciliarios de ningún lugar del país toleraron los nuevos valores. La seguidilla de conflictos inconclusa es de público dominio.
Pero por debajo de todo este embrollo es quizás pertinente encarar un análisis más profundo de todo lo que se pone en juego cuando se habla de gas y luz.

Las tarifas domiciliarias son apenas un eslabón menor en todo el encadenamiento de provisión energética que soporta un entramado productivo activo. Incluso, el proceso de formación de precios desde la obtención del producto primario, el transporte hacia los lugares en que se consume, y sus transformaciones y distribución para los distintos tipos de uso pone en juego demasiados ítems muy sensibles para una sociedad: perfil productivo, nivel de empleo, poder adquisitivo de los ingresos, amplitud comercial.

Cada eslabón tiene un proceso de formación de precios particular, y que es de afectación decisiva para el eslabón siguiente. De manera que permitir el libre funcionamiento de la competencia, por ejemplo, en el mercado de generación eléctrica tal vez es óptimo… para el funcionamiento del mercado de generación eléctrica, analizado fuera de su contexto. Pero cuando se pone ese eslabón en interrelación con el siguiente (el transporte), con los posteriores (la distribución), o incluso con el uso de energía eléctrica como insumo productivo en otras ramas de actividad, nos podemos encontrar que el resultado de la acción competitiva en el tramo de generación puede operar condiciones restrictivas o prohibitivas en otros eslabones.

Para ello, la aplicación de la facultad de intervención en la fijación de precios por parte del Estado, suele convertirse en una salida que evita el desequilibrio de perjuicios y beneficios que se concluye de la acción libre de fuerzas mercantiles, ya que incluso en algunos tramos la propia estructura del negocio no la admite.

Hay un caso de manual: la distribución domiciliaria. Sería realmente anti-económico, incluso desde el mismo sentido común, pensar en la posibilidad de que la distribución de servicios como la energía eléctrica o el gas de red se hiciera bajo las normas de la competencia perfecta. La inversión en crear la red de infraestructura es elevadísima, y no tiene ningún sentido multiplicarla (imaginar que a cada domicilio lleguen tres o cuatro caños de gas, cada uno de una prestadora distinta para que el usuario elija a cual contratar, nos exime de mayores explicaciones). Con una red (de cableado o de caños) alcanza, según el caso. Es así que la provisión de estos recursos, en el último tramo, se hace bajo la forma del “monopolio perfecto”. Un contexto de negocios muy particular, en el cual no funciona la interacción de oferta y demanda (cosa reconocida por los propios elaboradores de la teoría de la oferta y la demanda). Es así que, para regular márgenes de rentabilidad,  el Estado en este caso es quien pone el valor adecuado. Independientemente de las particularidades de cada situación, es aún así en la misma teoría.

Ya dijimos, unos párrafos antes, que la determinación de los precios en un tramo de la cadena influye decisivamente en lo que pase en el otro, y muchas veces estos acontecimientos no se compatibilizan de manera armónica, sino que pueden surgir desequilibrios insalvables o desequilibradamente perniciosos. Para evitarlo, o mejor dicho, para administrar pérdidas y usufructo de excedentes, la regulación en materia de precios es casi una obligación.

Si a esto se suma la relevancia absoluta que lo que ocurre en estas cadenas (las de la energía eléctrica y el gas) tiene sobre el resto de los desempeños económicos, las productividades de distintos sectores, la competitividad, y por ende el nivel de empleo, casi que no queda margen para alegar en contra de la intervención directa en todo el proceso formador de precios, o al menos que se reserve algunas palancas regulatorias para encauzar desequilibrios no queridos.

En Argentina, hoy por hoy, existe un marco regulatorio legal atento a estas características. Es lo que se conoce como Ley de Emergencia económica, la 25.561, a través de la cual el Estado se ve convidado a la renegociación de contratos (o sea, al establecimiento de precios) en función de: “1) el impacto de las tarifas en la competitividad de la economía y la distribución de los ingresos 2) la calidad de los servicios y los planes de inversión, cuando ellos estuviesen previstos contractualmente, 3) el interés de los usuarios y la accesibilidad de los servicios, 4) la seguridad de los sistemas comprendidos, 5) la rentabilidad de las empresas”.

La vigilancia en el cumplimiento de estas prerrogativas, hace un muy duro maridaje entre la regulación de precios en determinado tramo de la cadena y la absoluta libertad para la operación entre privados en otros tramos, aún cuando esto último pueda ser posible de todos modos.

Pero el tema es que, atento a todo esto dicho, la invitación al uso de instrumentos como los (tan vilipendiados últimamente) subsidios cruzados para equilibrar costos y usufructo de excedentes es casi obvia.

No hay una trama tan compleja de distribución de cargas y obtención de beneficios en la provisión de servicios básicos para el funcionamiento de todo un aparato productivo que pueda desligarse de la puesta en marcha de un esquema de distribución compleja de subsidios, al menos como recurso a emplear.

La renuncia absoluta al uso de esas herramientas, en términos teóricos, implicaría el dejar de velar por algunos de los objetivos propuestos en la legislación, principalmente los que atañen a la competitividad equilibrada entre sectores y a la distribución del ingreso.

Con esto queremos decir que el consenso respecto a que la inconsistencia de la estructura de precios de la luz o el gas en los distintos eslabones de la cadena de producción, transporte y distribución necesite algún nuevo acuerdo (un ajuste, un aumento de tarifas, digámoslo claramente) no tiene que derivar en una ridícula obstinación a rechazar los esquemas de subsidio.

Porque el Estado no puede declinar su obligación de regular precios en el tramo del monopolio perfecto. Si no contempla entonces compensaciones con subsidios para no trasladar subas abruptas de costos al consumidor final (no tanto el domiciliario, sino el que usa la energía como insumo productivo) difícilmente pueda complementar algunos de sus objetivos: la seguridad de los sistemas, la competitividad y la distribución del ingreso.

Los subsidios no son obligatorios, pero tampoco deben estar prohibidos. Son una herramienta que puede usarse, por ejemplo, para que la salvaguarda de la rentabilidad de las empresas del sector energético no deje sin empleo a los trabajadores metalúrgicos de pequeñas y medianas empresas que no pueden pagar las facturas de luz. Esos desequilibrios, que tienen base en los diferenciales de competitividad de distintas actividades, son insalvables sin subsidios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

LOS FACTORES EN LA PRODUCCION, COMPRA DE ENERGIA, TRANSFORMACION DE LA MISMA, PERDIDA EN CUANTO SE HACEN VARIOS PASAJES DE UNA FORMA DE ENERGIA A OTRA POR EJEMPLO DE GAS A ELECTRICA, PERO EL ASUNTO DEL TRANSPORTE EN GASODUCTO O A TRAVES DE CABLES DE MEGA TENSION, QUE TIPO DE ENERGIA NESECITAMOS, EN QUE MOMENTO Y DONDE SE PRODUCE O SE INGRESA Y DONDE SE CONSUME, NO ES LO MISMO QUE SE INGRECE EL GAS POR BOLIVIA QUE POR CHILE , TIENE SENTIDO INGRESARLO POR CHILLE SI SE PUEDE TRAER POR BARCO DIRECTO A BUENOS AIRES U OTRO CENTRO DE CONSUMO, DESDE VENEZUELA , ARABIA O EL SURESTE ASIATICO.
EN DEFINITIVA HAY MUCHAS TEMATICAS LO QUE LLEVA A UN ANALISIS PROFUNDO Y A LA APLICACION DE SOLUCIONES DE COMPROMISO.

EL PROBLEMA ES LAS SOLUCIONES PARA QUIEN EL PUBLO , LA INDUSTRIA,

O PARA LAS EMPRESAS DEL SECTOR ENERGETICO QUE SE MANDAN TERCIALIZACIONES AUTOPASES Y NEGOCIADOS.

Mariano Grimoldi dijo...

El actual gobierno parece considerar que ordenando la rentabilidad de las empresas del sector el resto de las cosas se acomodan solas.
Y lo que no se acomoda... y bueno, es porque no sirve.
Saludos