viernes, 30 de diciembre de 2016

Del dólar futuro al futuro del dólar


Hoy, el banco central enfrenta un dilema inverso al que enfrentaba el año pasado.

La preocupación no pasa más por evitar que el tipo de cambio suba, sino justamente por mantenerlo lo más alto posible para las actuales condiciones de mercado (generadas por las políticas de Cambiemos).

En estos momentos hay una oferta de dólares de corto plazo que pueden desatar un “over-shooting” al revés.

Nos explicamos: cuando las autoridades económicas recientemente expulsadas del ministerio decidieron liberar el mercado cambiario casi totalmente de un momento al otro y sin gradualismo, el temor se direccionaba en lo que teóricamente se conoce como “over-shooting”.

Podía presentarse un exceso de demanda de dólares concentrado en un plazo breve, producto de la liberación abrupta de fuerzas “reprimidas” por los controles que existían antes. Léase: compra por parte de empresas para remitir al exterior utilidades acumuladas, dolarización de cartera por parte de bancos, y compras minoristas de ahorristas, además de operaciones comerciales desde cancelación de deudas por importaciones hasta transacciones inmobiliarias. Esto llevaría a un aumento “artificial” en la cotización del dólar, que una vez superada la etapa excepcional de sobredimensionamiento de la demanda se equilibraría a un nivel más bajo. 
Obviamente, la corrida dejaría un tendal. Ese “over-shooting” era necesario evitarlo, porque uno de los efectos más nocivos que tiene, por ejemplo, es la sobreinflación de los precios de los transables, básicamente alimentos.
De hecho, para evitar el agravamiento del “over-shooting” el gobierno decidió tomar deuda para abastecer de divisas al banco central. Así, aprovechando la emisión para pagarles a los fondos buitre, se tomó un caudal de deuda adicional. “Pero sólo para obras de infraestructura eh” (risas en el fondo).

En aquel momento (recuerdo) sugerimos que los controles cambiarios se retiraran más lentamente, especulando con la posibilidad de desplegar vías de ingreso de divisas (como la toma de deuda por ejemplo, decisión que ya tenían tomada) para que la devaluación no fuese tan abrupta. Decíamos: “si tienen la certeza de que van a llover dólares, que esperen los primeros chubascos para liberar el tipo de cambio así no nos someten a una devaluación nominal tan shockeante).

Bueno, hoy, con el ingreso excepcional de dólares que generó el blanqueo, la tendencia de mediano plazo del tipo de cambio es inversa, es decir, a la baja. Lo cual agrava severamente las condiciones de competitividad de muchos sectores de la economía que son generadores de empleo.

Sería necesario evitar, entonces, ese “over-shooting” al revés. Es decir, contener la baja del tipo de cambio de corto plazo, excepcional, para no provocar un efecto nocivo que derive en futuras alzas abruptas del dólar que vuelvan a subir drásticamente los precios de los transables, etc. Hay que prestar atención a un dato concreto: se amplió (no gravemente, es cierto) la brecha entre el dólar oficial y el ilegal, que hasta hace muy poco se encontraba virtualmente cerrada. Esto puede significar que hay una baja artificial del dólar que puede rebotar en el futuro.

El banco central entonces, se enfrenta con un desafío que la realidad le pone a su ortodoxia teórica.

Para eso están implementando medidas que, por un lado, contengan oferta de dólares (por ejemplo, los exportadores de servicios no tendrán obligación de liquidar sus dólares) y, por otro lado, incentiven demanda (aumento del tope para la compra de dólares en efectivo, más permisos para la dolarización de carteras por parte de los bancos).

El problema es que se desentendieron del vínculo que las finanzas tienen con la economía real.

Probablemente, si hubiesen explorado el gradualismo en cuanto a la liberación del tipo de cambio para hacer converger gradualmente al oficial con el “blue”, no hubiésemos sufrido el shock en los precios que sufrimos en el primer semestre de 2016. Y tal vez, en sentido inverso, el blanqueo no hubiese sido tan “exitoso”, y no nos enfrentaríamos con una sobreoferta de divisas que amenaza con provocar desempleo.

En ese contexto, los bancos, los productores de materias primas agrícolas y los blanqueadores no estarían tan de parabienes. Y los asalariados, los pequeños comerciantes y la industria sustitutiva de importaciones enfrentarían una carestía menor.

Pero claro, todo depende siempre de cuáles son los objetivos y las prioridades. En definitiva, todo depende de para beneplácito de quiénes se pretende gobernar.



martes, 20 de diciembre de 2016

Primer balance parcial: donde se prefigura el rumbo sugerido


Por estos días, se cumple un año de puesta en funcionamiento del plan económico más previsiblemente recesivo de la historia.

Un año en el que, a pesar de haber seguido lineamientos muy bien fundamentados desde lo teórico, la realidad se presentó esquiva, incluso para alcanzar los objetivos más básicos, independientemente de la valoración de los mismos que hagamos.

La primera decisión importante fue la (“exitosa”) salida del cepo cambiario. Es decir, la eliminación más o menos brusca de los instrumentos de control de cambios, para unificar el valor del dólar. Esto incluyó, no solamente el permiso amplio para la adquisición minorista de divisas, sino la liberación para las remesas al exterior por parte de empresas, la eliminación de retenciones (que operaban como instrumento para la generación de un tipo de cambio diferencial para distintos sectores productivos) y, subsidiariamente, la agilización de los trámites de importación.

Las consecuencias del “éxito” fueron varias:

-la primera en orden de importancia es la tremenda corrección de precios internos. No se cumplió en absoluto el pronóstico de que no iba a haber grandes cambios en los precios de los transables debido a que los mismos ya se habían acomodado al valor del dólar blue. Algunos alimentos pegaron saltos del 80% en sus precios, e incluso del 100% (el pan), gracias a la confluencia de la devaluación del tipo de cambio oficial (que es el que rige las operaciones de mercado externo) más la eliminación de retenciones (que ofrece un mecanismo de control adicional sobre esos mismos precios).

-la cotización del dólar oficial, decíamos, confluyó a los valores que ya mostraba alguna de las cotizaciones financieras alternativas durante la etapa de control cambiario. El dólar “libre”, entonces, pasó a cotizar al valor que el mercado había establecido para la fuga financiera de divisas, que es el del “contado con liquidación”.

-el hecho anterior fue apuntalado por la decisión del Banco central de establecer “metas de inflación” a partir del manejo de los agregados monetarios mediante el uso de las tasas de interés. Las mismas iniciaron el período en un exorbitante 38% (tasas que, a priori, eran consideradas positivas, o sea que iban a superar largamente la inflación anual prevista por el gobierno en 25%).

-en ese contexto, el gobierno decidió (tal vez cansado de esperar la llegada de inversión externa genuina) utilizar un margen extraordinario que le había dejado la administración anterior como parte de la “pesada herencia”. El nivel de endeudamiento externo era bajísimo, por lo cual se procedió a aumentarlo raudamente para que el Central contara con el stock de divisas necesario para mantener fijo el valor del dólar, post-devaluación. El puntapié inicial de esta política de endeudamiento externo feroz fue el acuerdo con los hold-outs en el juzgado de Griesa. Pago completo cash. Señal inconfundible de cesión absoluta. Pasamos a ser mendigos de dólares financieros internacionales.

-Este esquema, además, con la combinación de tipo de cambio fijo y altas tasas de interés, es ideal para la especulación financiera. Un extranjero trae dólares, los cambia por pesos, los pone a plazo fijo a tres meses, cuando vence el plazo fijo los vuelve a cambiar por dólares y se los lleva. Ganancia neta: casi 10% en dólares en 3 meses. Un motivo más para la aceleración de la fuga de divisas a posteriori.

Primer corolario de los cambios operados: valorización financiera. Cuya contracara es: desvalorización productiva, debido a las altísimas tasas de interés.

El sector productivo sufrió golpes adicionales importantes (eso no iba a ser todo): el primero, la competencia externa que, a medida que se liberan las importaciones y suben los precios internos, se hace más amenazante.

Pero el ajuste más importante se dio por la suba de costos de la energía (400% promedio) y la caída estrepitosa del consumo debida a una actualización mediocre de los salarios y transferencias (31%) en relación a una movilidad de precios que no baja del 44% interanual (la previsión de 25% resultó ser… falsa, lo cual contrasta fuertemente con el discurso del gobierno, que se ufana de decir “la verdad”) y que en el caso de algunos alimentos, como ya dijimos, llega hasta el 100%.

La tenaza múltiple sobre el sector productivo fue implacable: por un lado, la corrección de precios relativos (entre ellos el del dólar) al nivel de competitividad conveniente para actividades tradicionales y financieras; además, la caída calamitosa del mercado interno por desplome de la capacidad de consumo del 80% de la población; el fortalecimiento de la competencia extranjera por relajamiento de los controles y costos internos más altos (salvo el salario, que les significó a los empleadores la vía de recomposición de sus márgenes de utilidad, aunque se les vino como un bumerang cuando se verificó la ya mencionada caída del consumo); y por último, la caída en la demanda internacional, que no se recupera.

Resultado: menos consumo, menos producción, menos empleo. El círculo vicioso recesivo.

Contrariamente a lo que se dice, hay motivos para pensar que esta recesión fue buscada: porque el objetivo era frenar la inflación, mientras se recomponían los márgenes de retorno de la inversión.
A propósito, el retorno de la inversión fue puesto como el elemento ordenador central de toda la vida socio-económica argentina. Todo lo demás (empleo, consumo, salario, etc.) quedaba supeditado a que el retorno de la inversión en niveles suculentos se viera garantizado. Inversión que, además, como ya vimos, priorizaba beneficios en su versión financiera.

Valorización financiera y tasa de retorno de la inversión garantizada como paliativos de la inflación (que lejos de ser combatida como el “monstruo que crea pobres”, es combatida justamente por la imprevisibilidad que brinda al contexto, lo cual contraería la capacidad inversora, justamente porque un esquema inflacionario incentiva a la necesidad de recomponer salarios progresivamente, avanzando contra los márgenes de rentabilidad, en series de flujos y reflujos, que son llamadas a veces “puja distributiva”).

El problema no es sólo que el esquema mismo (como cualquier otro) provoca pérdidas y ganancias a distintas facciones del capital, así como a distintas franjas de las clases subalternas. Sino que, además, no funcionó.

Nos comimos una recesión profunda, que, prolongada, no le sirve de mucho a nadie, para finalmente encontrarnos, un año después, con una inflación de lo más lozana. El doble que el (inflacionario) año pasado. Con un índice de precios que desde el 2002 no cerraba a un valor anual tan alto. Obviamente, las previsiones se enfocan en que el índice de inflación irá disminuyendo. Pero el ritmo de desaceleración es muchísimo más lento que el esperado.

Muchas veces escuchamos, mientras gobernaban otros, a actuales funcionarios decir que una (hipotética, a futuro) estanflación, o sea, inflación con recesión, era el peor de los escenarios posibles. Bueno, ya en el gobierno, es el fruto que primero cosecharon. O mejor dicho, que nos hicieron cosechar a los demás. Porque los patrones no trabajan.

Una situación demasiado compleja y con consecuencias devastadoras para mucha gente, que no permitiría, si no fuera a base de cinismo, sostener como mérito de gobierno “haber evitado una crisis”. Porque, de hecho, no la evitaron. Se metieron en el medio.

A la vista de los resultados, y más por pronósticos electorales que por sensibilidad social o por convicción ideológica, el gobierno se apresta ahora a desandar levemente ese camino.

La disciplina fiscal que en algún momento se pregonó, terminó siendo abandonada. Un poco a la fuerza, porque la obvia caída de la actividad invariablemente iba a reducir (como fue anticipado) los ingresos fiscales, de manera que la reducción del déficit iba a requerir recortes inviables que, si de todas formas se hacían, terminarían provocando más caída en la actividad y por ende menos recaudación. Al menos ese círculo vicioso se evitó. E incluso se lo corrigió, prometiendo fortalecer, para las fiestas de fin de año algunas políticas (heredadas) de asistencia a las economías populares y de transferencias a los sectores más bajos de la población, en una de las pocas medidas virtuosas que se podrían destacar de la actual administración.

Pero, obviamente, la excusa del déficit fiscal como motivo para necesitar tomar deuda externa, cuando en realidad se hace (tomar deuda) para financiar la rentabilidad de la inversión financiera, trajo otro dilema. El de la sobreapreciación cambiaria de corto plazo por el ingreso de los dólares tomados prestados, y el del colapso de largo plazo por una previsible crisis de deuda cuando hubiese que devolver lo comprometido.

Así fue como le hicieron entender al Banco Central que la política de tipo de cambio fijo y altas tasas de interés se volvía demasiado peligrosa en este contexto, además de que no permitiría salir del estancamiento de la actividad económica.

Entonces, el Banco Central se alineó y comenzó a bajar las tasas de interés, perforando el piso del 25%. ¿Y por qué es importante ese número? 25% es el número estimado que secretamente manejan los bancos para la inflación de 2017. Que la tasa ofrecida por el Central sea menor, incentiva a los tenedores de pesos a buscar alternativas al plazo fijo. Y a falta de niveles robustos de actividad puede pensarse que el dólar es una buena variante, sobre todo por la apreciación cambiaria a la que ya nos sometimos y por la promesa de abandono por parte de la autoridad monetaria de sus políticas “responsables”.

Pero, a pesar de que dan muestras de que van a emitir para financiar al fisco, van a permitir el deslizamiento del tipo de cambio al alza, y probablemente convaliden una inflación mayor a la proyectada, por otro lado ofrecen señales contradictorias.

Por un lado, continúan los despidos en el estado de acuerdo al programa trazado por el Ministerio de Modernización; por otro,  a través de María Eugenia Vidal y algunos gremios estatales lubricaron el primer acuerdo en paritarias para 2017 con la intención de disciplinar al resto en torno al 18% anual (un número bajísimo y que, de generalizarse, tendrá efectos recesivos). Mientras tanto, se vuelven a mostrar demasiado prudentes con la obra pública, debido a las restricciones presupuestarias, y en algunos casos la paralizan (en generación energética este hecho es notable).

Lo mejor que podría pasar es que no haya un traslado a precios brusco de la devaluación, que pisen nuevamente algunos precios con controles (energía, naftas, alimentos, aunque la opción de volver a instalar un esquema de retenciones no figura en el menú) para que la actividad se recupere, y que permitan acuerdos en paritarias con ajustes salariales del 35% como piso, para que así volvamos a la situación de diciembre de 2015. O sea, empecemos de nuevo después de las elecciones.

La desorientación del gobierno en estos asuntos, sin embargo, los está colocando en situación de aplicar un plan económico híbrido, con atisbos de incoherencia.


Deberían, en síntesis, hacer un poco de kirchnerismo, tarea para la cual (también es cierto) Kicillof sería más eficiente que Prat-Gay.